viernes, 31 de marzo de 2017

El verdadero significado de la amistad

Hoy quiero hablarte de Anita. Bueno, más bien de cómo Ana pasó a ser Anita al descubrir el verdadero significado de la amistad.
Ana acababa de salir de su agujero, repitió curso y pasó de ser la más popular de 3º a ser una de las repetidoras de 3º. Nada mal, los repetidores hicieron piña y quedaban para ver películas de terror los viernes. Entre esos nuevos amigos y la psicóloga, Ana empezó a sonreír de nuevo. No, no fue un cambio repentino ni un camino de rosas, pero la cosa iba funcionando. Ana dejó de callar lo que tenía que decir y empezó a pensar las cosas que decía.
Fue un curso bueno pero llegaba el verano y tanto a Ana como a sus padres les asustaba. La madre le propuso hacer el Camino de Santiago con el grupo de jóvenes de la parroquia ya que mi prima había decidido ir. A Ana la idea de caminar con la mochila le apetecía, volver a la parroquia no tanto. Además no iba nadie que Ana conociese y los que conocía le caían mal. Claro que a Ana hasta ese verano casi todo el mundo le caía mal.
Al final se convenció y decidió ir. Sin duda una de las mejores decisiones de su vida. Pues dio pie a ser el mejor verano de su vida, al menos hasta ese momento. Hoy sigue en el top 5 de los mejores de mi vida, sin duda.
¿Sabes esa frase que dice: Lo que no dejas ir lo cargas, lo que cargas te pesa y lo que te pesa, te hunde? Pues en ese viaje lo viví en primera persona y no hablo de la carga material. TODO lo que quedaba de aquella Ana del año anterior, hizo de los primeros días algo difícil, el terreno no ayudaba, también hay que decirlo, pero yo cargaba con algo más que una mochila de 10kg y mi energía lo notaba. Durante los 3 primeros días Ana se planteó dejarlo, abandonar, a Ana el fracaso se le daba bien, o al menos eso creía ella. Nadie se sorprendería se decía y en su cabeza la frase "No puedo" se repetía en bucle. Era imposible que lo pudiese terminar.
No recuerdo muy bien qué día fue, solo recuerdo que por alguna razón aquel día Ana y su grupo tuvieron que andar de más y que ese día todo cambió. Un chico se puso a su lado, Ana lloraba porque "No puedo", y él dijo, "poco a poco, no es una carrera" y luego se pasó todo el rato haciendo el tonto para que yo no pensase, parábamos, decía cosas en inglés con malísima pronunciación y me quitó la mochila para que me fuese más fácil, lo que no sabe es que quitándome la mochila física me quitó también la emocional. Sin darnos cuenta habíamos llegado.
A partir de ese día Ana caminaba con otra actitud, bueno, el tercer día fue duro, especialmente porque cuando Ana ya se sentía capaz le llovieron gotas heladas de desaliento y su prima había decidido irse. Ana lloraba y se volvió a plantear el irse, pero otro ángel de la guarda vino a darle aliento. Una chica que no conocía, que no tenía por qué, pero lo hizo y ella terminó de quitarle el peso que la estaba hundiendo.
Esta chica maravillosa, empezó a caminar con Ana al día siguiente y con ella caminaban un gran grupo de gente, todos mayores que ella y que no paraban de cantar. Ana sin darse cuenta empezó a hablar, sí, sí, con desconocidos y de pronto le resultó fácil hablar, caminar, reír, cantar,... hasta contar chistes (diré que los que estaban allí descubrieron que no era mi fuerte). Ana que ya se había olvidado lo que se sentía al ser feliz, lo era plenamente, hasta agujetas tenía de tanto reírse, pues lo hacía mucho y con muchas ganas. Perdió la vergüenza, la timidez y se sintió plena.
Ana no quería volver, por primera vez en mucho tiempo se sentía ella misma, pero el tiempo pasa y ya casi habían llegado a Santiago. Y para sorpresa de Ana, que había empezado siendo la última del grupo llegó la primera y llegó sin creerlo, empezó sola y lo terminó rodeada de amigos.
Amigos que, en algunos casos, ya no lo son tanto, pero Ana sintió que ya jamás estaría sola, especialmente la noche que llegaron a Santiago, jamás podrá olvidarla, aquella noche era el concierto de Amaral, no recuerdo mucho que pasó hasta que sonó la canción Son mis amigos, por alguna razón cantamos esa canción en círculo, celebrando la vida y la amistad, las nuevas y las viejas y yo, Ana de 16 años estaba allí. Y el mundo volvió a tener sentido.

La vuelta fue rara, Ana tenía miedo de volver a la realidad, pensaba que todo acabaría al bajarse del autobús y lloró, pero era un llanto distinto, no sentía dolor, era un llanto de agradecimiento y miedo a caer de nuevo en la oscuridad. Sin embargo, los miedos dejaron de tener fundamento, pues esa noche, por primera vez, Anita salió de fiesta por voluntad propia, ella eligió no volver a casa hasta el día siguiente y Anita eligió ser feliz junto a esos amigos, recientes, sí, pero verdaderos. 

jueves, 23 de marzo de 2017

Esas terribles ganas de morir

Hoy quiero hablarte de Ana, pero de Ana con 14 años y de esas terribles ganas de morir. Ahora mismo no tengo muy claro si queda algo de esa Ana además de las cicatrices que dejó en mi cuerpo. Me gustan, las cicatrices, digo, me recuerdan a ella, a todo lo que (no)sentía y a todo lo que vivimos juntas. También la quiero a ella o al menos he aprendido, con el tiempo, a quererla. Sé que a esa Ana le daría igual, no quería que la quisiesen, sentía que no lo merecía  y hacía lo posible para que la gente se diese cuenta. No lo quería pero lo pedía a gritos con sus silencios y sus suspensos, con los gritos de odio y las faltas de respeto, lo pedía a través de las lágrimas nocturnas bajo las sábanas y en las risas frente a sus compañeros, simplemente lo suplicaba.
Por esa época Ana soñaba mucho, cualquier mundo era mejor, tenía que ser mejor, soñaba con ser de otra familia, soñaba con otros hermanos, soñaba con otra Ana, soñaba con sufrir accidentes graves, soñaba con desaparecer y nunca volver, soñaba con morir.
Ana con 14 años creía saber todas las verdades del universo y se sentía fuerte (a veces). Era la chica más popular de 3º de la ESO porque jamás se callaba, si algo no le parecía justo luchaba para que lo fuese. No es que a la gente le importase la justicia, pero a todos les gusta que haya alguien que haga ruido para tener de qué hablar. Además tenía moto y eso era guay, los chicos se peleaban por llevarle el casco y las chicas rompían las reglas de sus padres para dar una vuelta. Ser popular le gustaba, aunque esa sensación durase solo las horas de instituto. No le hacía feliz, pero era su droga, ver la desesperación de los profesores y la euforia de sus compañeros la liberaban de su vacío y de su soledad.
¿Y qué pasa cuando el curso acaba? ¿qué pasa cuando ya no hay popularidad? ¿qué pasa cuando se acaba la droga?
Ana cubría sus manos, nadie podía ver la sangre, nadie podía ver las costras, Ana debía parecer fuerte y las heridas en las manos demostraban la cruda verdad de su existencia, Ana no sentía nada más allá de su dolor interno, lo odiaba, y solo rasgándose la piel era capaz de liberar ese dolor y de demostrarse a sí misma que seguía viva.
No tenía muy claro si estar viva era algo bueno, sentía que solo causaba problemas, que nadie la quería, que nadie la echaría de menos si un día la encontrasen muerta, sabía que iban a llorar, incluso si les alegraba; llorar sería lo correcto. También les liberaría de la carga de vivir con ella.
Ana odiaba estar encerrada en casa pero salir significaba estar con gente y Ana odiaba a la gente. Al parecer sus padres odiaban tenerla en casa y Ana odiaba tenerlos a ellos encima, por lo que sus conversaciones nunca terminaban bien. Gritos y palabras hirientes eran el pan de cada día. También solían salirse con la suya y Ana terminaba en la calle deambulando sola, con suerte, y otras muchas veces con la compañía de sus primas y sus amigos a los que odiaba abiertamente y ellos lo sabían. Tampoco Ana era de su agrado, más de uno le propuso suicidarse y Ana les dijo que ya podrían ser más originales que el suicidarse estaba en el número uno de sus objetivos. Nunca más volvieron a hablarle, ni siquiera los años posteriores. Creo que la tenían miedo.
Morir sonaba plácido para esa joven Ana de ya 15 años, con la muerte todo acabaría, sus padres se quedarían con la hija que no era defectuosa, la que siempre hacía gracias y siempre estaba feliz y en poco tiempo se olvidarían de que habían tenido una hija llamada Ana. Los tres serían más felices sin ella.
Por la carretera Ana miraba con admiración los puentes, se pilló varias veces calculando sus alturas en función de si la matarían al saltar o si sería necesario tirarse de cabeza para asegurarse. A mí me da miedo recordar esos pensamientos, son demasiado oscuros, pero a la joven y dolorida Ana jamás le dieron miedo sus propios pensamientos. Aprendió la mejor manera de cortarse las venas para morir más rápidamente y su pasatiempo favorito era sentarse en el risco de la ventana,  pues con suerte un viento fuerte la tiraría y se ahorraría el tener que saltar. Nunca pasó.


Hoy me alegro de que Ana de 14 y 15 años fuese un poco cobarde, tardó lo justo en atreverse a acabar con su vida, y digo lo justo porque le dio tiempo a reconocer que algo no estaba yendo bien en su vida. ¿Cómo? La claridad le llegó ese mismo verano que cumplió los 15, a manos de su hermana pequeña. Ana casi la mata, casi la mata sin quererlo, sus manos apretaron su tráquea y no quisieron parar, su hermana lloraba, Ana lloraba y no era capaz parar. No podía, de verdad, su cerebro decía que parase pero sus manos no respondían, por lo que su única forma de salvar a su hermana fue gritando para que sus padres llegasen a tiempo para separarlas, así lo hicieron y Ana dijo "Necesito ayuda, no puedo más".