jueves, 23 de marzo de 2017

Esas terribles ganas de morir

Hoy quiero hablarte de Ana, pero de Ana con 14 años y de esas terribles ganas de morir. Ahora mismo no tengo muy claro si queda algo de esa Ana además de las cicatrices que dejó en mi cuerpo. Me gustan, las cicatrices, digo, me recuerdan a ella, a todo lo que (no)sentía y a todo lo que vivimos juntas. También la quiero a ella o al menos he aprendido, con el tiempo, a quererla. Sé que a esa Ana le daría igual, no quería que la quisiesen, sentía que no lo merecía  y hacía lo posible para que la gente se diese cuenta. No lo quería pero lo pedía a gritos con sus silencios y sus suspensos, con los gritos de odio y las faltas de respeto, lo pedía a través de las lágrimas nocturnas bajo las sábanas y en las risas frente a sus compañeros, simplemente lo suplicaba.
Por esa época Ana soñaba mucho, cualquier mundo era mejor, tenía que ser mejor, soñaba con ser de otra familia, soñaba con otros hermanos, soñaba con otra Ana, soñaba con sufrir accidentes graves, soñaba con desaparecer y nunca volver, soñaba con morir.
Ana con 14 años creía saber todas las verdades del universo y se sentía fuerte (a veces). Era la chica más popular de 3º de la ESO porque jamás se callaba, si algo no le parecía justo luchaba para que lo fuese. No es que a la gente le importase la justicia, pero a todos les gusta que haya alguien que haga ruido para tener de qué hablar. Además tenía moto y eso era guay, los chicos se peleaban por llevarle el casco y las chicas rompían las reglas de sus padres para dar una vuelta. Ser popular le gustaba, aunque esa sensación durase solo las horas de instituto. No le hacía feliz, pero era su droga, ver la desesperación de los profesores y la euforia de sus compañeros la liberaban de su vacío y de su soledad.
¿Y qué pasa cuando el curso acaba? ¿qué pasa cuando ya no hay popularidad? ¿qué pasa cuando se acaba la droga?
Ana cubría sus manos, nadie podía ver la sangre, nadie podía ver las costras, Ana debía parecer fuerte y las heridas en las manos demostraban la cruda verdad de su existencia, Ana no sentía nada más allá de su dolor interno, lo odiaba, y solo rasgándose la piel era capaz de liberar ese dolor y de demostrarse a sí misma que seguía viva.
No tenía muy claro si estar viva era algo bueno, sentía que solo causaba problemas, que nadie la quería, que nadie la echaría de menos si un día la encontrasen muerta, sabía que iban a llorar, incluso si les alegraba; llorar sería lo correcto. También les liberaría de la carga de vivir con ella.
Ana odiaba estar encerrada en casa pero salir significaba estar con gente y Ana odiaba a la gente. Al parecer sus padres odiaban tenerla en casa y Ana odiaba tenerlos a ellos encima, por lo que sus conversaciones nunca terminaban bien. Gritos y palabras hirientes eran el pan de cada día. También solían salirse con la suya y Ana terminaba en la calle deambulando sola, con suerte, y otras muchas veces con la compañía de sus primas y sus amigos a los que odiaba abiertamente y ellos lo sabían. Tampoco Ana era de su agrado, más de uno le propuso suicidarse y Ana les dijo que ya podrían ser más originales que el suicidarse estaba en el número uno de sus objetivos. Nunca más volvieron a hablarle, ni siquiera los años posteriores. Creo que la tenían miedo.
Morir sonaba plácido para esa joven Ana de ya 15 años, con la muerte todo acabaría, sus padres se quedarían con la hija que no era defectuosa, la que siempre hacía gracias y siempre estaba feliz y en poco tiempo se olvidarían de que habían tenido una hija llamada Ana. Los tres serían más felices sin ella.
Por la carretera Ana miraba con admiración los puentes, se pilló varias veces calculando sus alturas en función de si la matarían al saltar o si sería necesario tirarse de cabeza para asegurarse. A mí me da miedo recordar esos pensamientos, son demasiado oscuros, pero a la joven y dolorida Ana jamás le dieron miedo sus propios pensamientos. Aprendió la mejor manera de cortarse las venas para morir más rápidamente y su pasatiempo favorito era sentarse en el risco de la ventana,  pues con suerte un viento fuerte la tiraría y se ahorraría el tener que saltar. Nunca pasó.


Hoy me alegro de que Ana de 14 y 15 años fuese un poco cobarde, tardó lo justo en atreverse a acabar con su vida, y digo lo justo porque le dio tiempo a reconocer que algo no estaba yendo bien en su vida. ¿Cómo? La claridad le llegó ese mismo verano que cumplió los 15, a manos de su hermana pequeña. Ana casi la mata, casi la mata sin quererlo, sus manos apretaron su tráquea y no quisieron parar, su hermana lloraba, Ana lloraba y no era capaz parar. No podía, de verdad, su cerebro decía que parase pero sus manos no respondían, por lo que su única forma de salvar a su hermana fue gritando para que sus padres llegasen a tiempo para separarlas, así lo hicieron y Ana dijo "Necesito ayuda, no puedo más".

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